En mi blog de Marzo 13, 2013

En las montañas de Lara muere un angel…y nace un médico

Octavo viaje a Serendipia

Por Gustavo Coronel


Bailando el angelito

Un día de 1956 llegué, junto a mis tres ayudantes del Grupo Geológico #1 de Shell de Venezuela, al tope de un cerro del estado Lara, entre Siquisique y Churuguara, el cual dominaba una quebrada llamada La Torta. Tenía unos cuatro días de haber instalado mi campamento en Siquisisque, en una casa grande abandonada, como las que abundaban en la provincia venezolana de esa época. Estaba en la etapa de planificar mi estudio geológico de la zona, para lo cual contaba con fotografías aéreas de la región que eran de gran valor para orientación general, pero necesitaba la ayuda de un buen conocedor de la zona, lo que llamamos un baqueano. Generalmente, en cada sitio donde llegaba, Bucarito, Bobare y ahora Siquisisque, contrataba a uno, quien se sentía feliz de lograr una ocupación bien remunerada, aunque fuese por un breve período de tiempo.

En el tope del cerro vimos una casita muy limpia, rodeada de varias matas de mangos que le daban sombra. Bajo una de esas matas de mango un hombre de unos 60 años, de pelo semi-cano, de aspecto vigoroso, trabajaba con un martillo y clavos en hacer una caja de mediano tamaño. Me le acerqué y, dándole los buenos días, comencé a hablarle de quienes éramos nosotros y cual era nuestro propósito en la zona. El hombre nos saludó cortésmente sin dejar de trabajar. Yo le agregué que estábamos en búsqueda de un baqueano que pudiese ayudarnos en nuestro trabajo, guiándonos por la región. Él me contestó que en el momento no tenía el tiempo de ayudarnos. Le insistí un poco agregándole que le pagaríamos bien, sabiendo que en esa zona las oportunidades de ganar algún dinero extra no eran numerosas. El hombre, un tanto incómodo, me repitió que lo sentía pero que no podía ayudarnos en ese momento. Y, viendo que yo hacía un gesto de decepción, me indicó que me acercara y que entrara a la casita. Allí, en el centro de la sala-comedor-cocina que formaba la casa, junto al dormitorio, estaba una mesa con flores y en ella, se hallaba colocada una niña de unos 4 a 5 años.

“Estoy haciéndole su urnita”, me dijo el hombre, el padre de la niña, “por eso y porque debemos enterrarla no puedo ayudarlos”. Después de un silencio por parte nuestra, impresionados por la escena, agregó: “murió ayer porque no tuvimos tiempo de llevarla a Siquisique al dispensario. No sabemos qué le pasó, pero es la segunda hija que se nos va”.  En el dormitorio adyacente la madre, acompañada de un hijo que ya tendría unos 12 a 13 años, estaba terminando el trajecito para la niña, una bata blanca y larga, adornada con unas tiras de papel plateado.

“Los amigos estarán llegando más tarde para bailarla”, me dijo el hombre, “ellos traen el cocuy y cuatros y le cantarán. Tengo que estar aquí para atenderlos y por ello les pido que me perdonen por no poder irme con ustedes”.

Después de dar nuestras condolencias a los padres dijimos que regresaríamos a verlos al día siguiente, a lo cual él asintió. No creímos prudente permanecer en una ceremonia de familia, muy íntima, en la cual solo sus amigos de la vecindad podrían acompañarlo. La muerte de la niña, dolorosa, era vista por la gente del lugar como motivo de regocijo, ya que entraba al cielo un nuevo ángel.

No pudimos regresar al día siguiente, pero si dos días después y Venancio, el dueño de la casa, decidió ayudarnos. Durante las cinco semanas que estuvimos en la zona, levantando el mapa geológico de Los Algodones y de la Quebrada La Torta, Venancio fue de gran ayuda para nosotros. Conocía cada rincón de la región por haberla caminado o andado en su caballo muchas veces. Era un caballero de gentiles maneras, de una finura en el hablar que negaba su escasa educación formal y su vida solitaria. Nos hicimos buenos amigos y, para mí, conocerlo fue serendípico, porque a través de la empresa pudimos conseguir una beca para que su hijo, Roberto, estudiara el bachillerato y, eventualmente, entrara a la universidad a estudiar medicina.

Roberto se graduó de médico en la década de los 60 y se instaló en Barquisimeto a ejercer su profesión. Se especializó en pediatría y desde el inicio de su carrera hizo un hábito de andar por los cerros y las quebradas de Lara, visitando y atendiendo a domicilio a los niños de la región y recordando su niñez vivida en el cerro, quizás viendo en cada niña la imagen de sus pequeñas hermanas muertas y pensando en los petroleros que un día cruzaron su camino y le habían dado la oportunidad de servir a su gente.

En medio de su tragedia familiar él hizo un hallazgo afortunado y no tengo dudas que nosotros también.

Publicado por Gustavo Coronel

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